En el primer libro de esta serie (Barreras y desafíos en educación sexual) se revisó la actualidad noticiosa en distintas partes del mundo en torno al estatus de la educación sexual en algunas naciones, con una breve reflexión sobre la información allí presentada; y en el segundo libro de la serie (El mundo pide a gritos educación sexual) se abordaron temas sobre cultura general en la materia con el fin de reforzar lo importante, necesario y urgente que es enseñar educación sexual desde el hogar y la escuela, en todo el mundo. Vivimos en una época en la que, si bien ya no podemos obligar a los padres a que la enseñen en casa, nadie debería prohibirla ni negarla en las instituciones educativas.
Este tercer y último libro de la serie presenta aspectos de la vida
cotidiana en los que es imperativo tomar consciencia y trabajar internamente para
mejorar el manejo de la energía sexual y así dejar de luchar contra sí
mismos y contra la energía vital, comenzando desde lo más prioritario
(como lo es educar en torno a la verdad) hasta llegar a la comprensión de lo
más trascendental (la vida misma), porque se trata de una energía que en
su esencia es el origen de absolutamente todo en este mundo y nos acompaña de
diversas formas y en todas las etapas de nuestra vida hasta el momento de la
muerte. Estamos hablando de una energía que se ha desvirtuado y mal usado, pero
que es capaz de inspirar a las naciones a desterrar las guerras suicidas, los
odios raciales, los dogmas religiosos y todos los males del mundo.
La nula o insuficiente educación sexual, como tendencia dramática en el
mundo, tiene relación directa con el atraso social incluso en los países más “desarrollados”
y en vista de eso es primordial impartir educación sexual en todas las aulas
del mundo (desde preescolar) en forma ineludible, permanente, secuencial y
oportuna para rescatar al mundo de la ignorancia, del fracaso y del caos al que
nos han llevado los antiguos modelos educativos. En pleno siglo XXI se sigue
creyendo que la diversidad sexual hace referencia solamente a las agrupaciones LGBTIQ+
y que lo normal es la heterosexualidad, cuando en realidad nadie puede jactarse
de ser normal y lo natural es ser único y por lo tanto raro.
Si algún conglomerado va a recomponer la realidad de este mundo, ese es la
generación de humanos que apenas está naciendo. Difícilmente lo hará aquel
compuesto por quienes ya “crecieron”, se contaminaron con las “verdades” de
este mundo y contribuyeron a perpetuar o acentuar el caos. Lograr un mundo
mejor ya no está al alcance ni de los “árboles” más fuertes y robustos, sino de
las “semillas” con información sin manipular ni alterar por parte de quienes
creen saberlo todo, pero en realidad solo saben mantener el desastre.
Quizá sea tarde para aquellos que todavía creen que el mundo debe cambiar
sin esforzarse para contribuir, pero aún hay oportunidad para quienes entienden
que debemos dejarlo en mejor condición para los que vienen a continuación, como
quien siembra un árbol frutal, aunque sepa que jamás va a disfrutar de la
cosecha. En realidad, no es tarde para quienes están dispuestos a despertar su
consciencia dormida y aprender a educar de manera absolutamente distinta a la
educación tradicional. Hasta aquí fuimos criados de manera inconsciente, pero
eso debe cambiar.
El caos que hay en el mundo no es causado por las nuevas generaciones como
se tiende a pensar. Es en realidad una consecuencia del tipo de educación que
recibieron y practicaron las generaciones pasadas que no se percataron de que
el mundo evoluciona y con ello todo lo que hace parte de este, incluidos los
seres humanos. Se dice que el mayor deseo de los padres es que los hijos sean
felices y alcancen la plenitud en sus vidas, pero ellos quieren consumar ese deseo
con base en sus propias expectativas y no con asiento en las expectativas de
los hijos, y quieren que sus descendientes sean honestos, pero les mienten y
les omiten información necesaria y esencial para el desarrollo de una
personalidad digna de admiración, respeto y emulación.
Son muy escasos los padres que no le han mentido a los hijos, partiendo con
asuntos aparentemente inocentes y triviales como la existencia de un ser que
trae regalos en las celebraciones de la navidad o de los reyes magos, siguiendo
con asuntos aparentemente inofensivos como utilizar a los hijos para encubrir o
evadir aquellas situaciones que se quieren evitar (dígale a la profesora que no
puedo ir a la citación porque estoy de viaje, por ejemplo), y culminando con
asuntos sumamente transcendentales como tergiversar la verdad sobre el origen
de la vida y el modo en que llegamos a este mundo.
Esos padres que propician la fantasía innecesaria, enseñan sutilmente a
mentir y ocultan una información muy importante a sus hijos, son los mismos
padres que después se preguntan por qué sus hijos no confían en ellos, se
apartan de su presencia (avergonzados incluso), se oponen a su autoridad y se
desconectan emocionalmente. Tales padres ignoran que cuando un hijo deja de
confiar en ellos, difícilmente desarrollará confianza en Dios y no sospechan
que, gracias a esconder el sexo a los niños, jamás sabrán detalles de la vida
sexual de los hijos. Los mismos padres que supuestamente aman a sus hijos, son aquellos
que sin tregua los cuestionan, los manipulan, los castigan (física y
emocionalmente) y los someten a cuotas de un “amor” por completo condicional,
creyendo que bajo ese modelo de crianza es posible esperar hijos perfectos.
¿Habrase visto padres más ilusos?
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